Cierro los ojos y viajo en el tiempo. Son mediados de los ochenta en Tibás. Un grupo de vecinos y amigos, ninguno con más de 15, nos alistamos para ir a las fiestas patronales.
Esas que se hacían en la plaza en el centro comercial de Tibás, en donde hoy queda la Pizza del techo rojo. Claro, primero había que ir a misa, después el juego de pólvora, y ahora si, al turno.
Los carros chocones para calentar motores y ver el ambiente. Luego de un par de vueltas, los más envalentonados se iban directo a la Tagada.
Dependiendo de quien estuviera en la puerta entrabas o no. Esos centímetros que hacían falta para llegar a la marca mínima te los ganabas con tennis de suela ancha, de puntillas, o estirando el pescuezo lo más que se pudiera. Cruzabas los dedos para que en la semana te hubieras estirado aunque fuera un poco.
Si lograbas pasar, rápido a sentarse y agarrarse lo mejor que se pudiera. El corazón se quería salir de saber que en pocos minutos aquella carajada comenzaría a brincar de un lado al otro. La meta, no soltarse, no hacer el ridículo frente a toda la gente que se amontonaba solo para ver el espectáculo.
Sonaba el cierre de la puerta y ahora si. Para arriba, para abajo, para un lado y para el otro. Te agarras como si la vida dependiera de que tan fuerte lo hagas, aunque las manos te traicionan y comienzan a sudar.
Terminan aquellos 2 minutos que parecieron horas de golpes, y aunque nos tocaba bajar con dolores en todo el cuerpo, ninguno podía evitar tener la sonrisa de oreja a oreja por el deber cumplido.
La siguiente parada, era reunirnos todos en una esquina del turno para alistarnos. Ya sabíamos lo que venía. Para eso estábamos ahí, esperamos toda la semana para eso. Faldas por dentro, ruedos del pantalón entre las medias y cordones bien amarrados. Todos los detalles debían estar listos.
Una tensa calma hasta escuchar el típico fara fara chin de la Cimarrona. Ahí se nos helaba la sangre, llegó la hora. Detrás de la cimarrona, aparecían aquellas mascaradas que esperamos durante toda la temporada. Esto era solo para los valientes, los más fuertes y los más rápidos.
Primero la giganta, tan grande, tan alta. Bailando al ritmo de la música, moviendo sus largos brazos. Había que estar atento si no querías llevarte un manazo. Detrás de ella la bruja, el duende, y de últimas, el diablo y la calavera con chilillo en mano.
Diablo hijuep, calavera malp, eran las palabras mágicas que encendían aquella mecha para que estas dos figuras corrieran detrás de nosotros, repartiendo a diestra y siniestra chilillo pelao.
Había que ser rápido y estar atento si no querías llegar a casa con las piernas marcadas de un chilillazo. Los que no lo eran, solo atinaban a gritar ya me pegó, ya me pegó, para no recibir más castigo. Después de unos minutos de chilillo puro, la cimarrona como entró se despedía con su fara chin.
Después de la aventura, nos reuníamos todos para contar las anécdotas y ver a cuáles les había ido peor. La noche de la Fiesta de Turno casi acababa. Solo nos faltaba la última parada, una soda en donde todos hacíamos la vaca para comprar papas fritas, algunas hamburguesas y las gaseosas en bolsa que nos alcanzaran.
Ahora a dormir que mañana toca escuela, y los más grandes colegio. Nos quedaba esperar al próximo año para revivir aquellas aventuras.
Parece que fue ayer. Los tiempos definitivamente eran muy diferentes, y hoy, aunque recuerdo con nostalgia aquella época, doy gracias que ya no vemos esas cosas.
Ahora cada vez que veo las mascaradas no puedo evitar sonreír, más aún si hay un diablo o una calavera. Escuchar el fara fara chin me sigue alegrando cada vez que lo escucho, pero esta vez, sin chilillo por favor.